¿Quién hubiera corrido en esa mañana en que los Cielos vaciaron toda su agua, en que la Rosa desató todos sus vientos? El tiempo infernal elevó el evento a épica colectiva. Dicen que corrÃan, pero yo les vi volar a ras de tierra, por más que no era cuestión de quién “sprinta†más rápido, de quién resolvÃa antes la proeza, de quién se arrimara primero a las preciadas olas y alcanzara el victorioso Boulevard. Más allá de lo que marquen los relojes, el mérito de desembocar en el mar y respirar por fin salitre se divide por igual entre los esforzados participantes. Las manos dolÃan al llegar a casa de tanto reunirlas con fuerza. Bendito dolor. No era para menos. El ánimo al principio era para los disminuidos fÃsicos, para esos dobles héroes que hacÃan frente a un mismo tiempo a la lluvia y el viento, asà como a sus propias limitaciones. Los vÃtores se repitieron cuando aparecieron los vencedores de la carrera capaces de venir desde la frontera en una hora, para esos suprahumanos dotados con máquinas no sólo perfectas, sino también poderosas. Las primeras corredoras fueron las siguientes receptoras de todas nuestras ovaciones, solidaridad inevitable con la mujer que corre, salta, lucha y además engendra nueva vida. Cierta indisimulada emoción asaltaba también al paso de quienes imprimÃan al correr su particular sentido, cual la libertad de sus correligionarios polÃticos. Las “senyeras†encontraban en la carrera hacia Donosti una pista en la que desplegarse y expresarse, también un guiño foráneo que tanto extrañan en estos tiempos. La marea humana empapada no se detenÃa. Gozo de ver pasar durante horas a tantas gentes variadas y al mismo tiempo hermanadas en el sencillo placer de correr largos asfaltos. Bajo un paraguas agarrado tantas veces con firmeza en la desapacible Zurriola vimos correr autonomÃas y nacionalidades profundamente unidas, vi desfilar una España diversa que no necesita ningún tipo de presión para hermanarse. Los solos números de los cronómetros se hubieran antojado frÃos en una ya de por sà rigurosa mañana. Las marcas deportivas se diluyen en el calor de la fiesta. No hay laurel para tantos pechos mojados. La hazaña de la Behobia se escribe definitivamente en ancho plural. ¿Otra ciudad podrÃa albergar, no tanto el evento de desmesuradas proporciones, sino esos pasillos a los corredores tan cálidos y entusiastas, ese anhelo tan desbordado de compartir y confraternizar? A la tarde en la estación de autobuses los corredores ufanos se hacÃan todavÃa “selfies†y exhibÃan la gran medalla redonda. ¿Quién colgará del cuello el merecido trofeo de hierro? La carrera cumplÃa cien años. ¿Cuántos aplausos nos hemos perdido? Seguramente éramos donostiarras de segunda al no haber vivido nunca la Behobia. Quizás un dÃa correr, aunque sea para llegar en la cola; quizás bajar a la carretera y sumar, ya con camiseta y deportivas, a esa estrecha comunión. A la postre creo que la popular carrera es sólo una excusa. Nos evidencia la falta que tiene el humano de espacios y oportunidades para hermanarse en lo profundo. No sólo la cultura y el deporte nos brinden esos atisbos. Quizás un dÃa ese correr juntos desborde el asfalto mojado, quizás no quede acotado, no se limite a veinte kilómetros y a una puntual jornada. Quizás se deslice por avenidas sin fin. Luciremos después por los andenes otra suerte de más extendido orgullo. La televisión a la noche nos revelarÃa una vez más nuestras carencias a la hora de encontrarnos en la arena polÃtica. Las alegrÃas que no nos proporcionó la pantalla, al constatar el ascenso de la intolerancia, al observar de nuevo nuestras dificultades para reunirnos, dialogar y acordar, nos la dieron quienes nos ofrecieron alarde de superación personal, de espÃritu de colaborar y compartir. Fueron muchos miles y lo dieron todo. Avanzaron entre la lluvia y la niebla demostrando, zancada a zancada, que otro mundo de más sencilla, sincera y noble entrega al afán colectivo es posible. |
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